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Quiosco en la Plaza del Mercado de Río Piedras. / Foto por: Ricardo Alcaraz |
Te lo dije! ¿Ok?” Holly, mi amiga Holly Golightly (*), aguafiestas como siempre, me advierte que puede llover. Pero, claro, montado en el Tren Urbano, con aire acondicionado, sin tapón ni molestia alguna, poco o nada puedo saber de cómo me va a recibir esta mañana el barrio de Río Piedras.
Y ahí estoy, en la boca de la estación, mirando la plaza, como un turista perdido que no se decide hacia dónde caminar, sin paraguas y con muchas ganas de desayunar.
Son las 9:15 de la mañana y, sin apuro, esperando que pase pronto la lluvia, retomo las páginas de Truman Capote, la biografía. Sin embargo, Holly no tarda en insistir: “Te lo dije, ¿Ok? Era muy temprano para venir”.
Quizás tenga razón, aunque a esa hora ya hubiera gente, bastante gente, en esa plaza que, como carta de presentación, tiene la Iglesia del Pilar (en la plaza de Convalecencia) ya activa con su misa mañanera.
Dos monjas vestidas con su tradicional vestimenta, con zapatos negros perfectamente lustrados y cargando paraguas (las dos, coincidentemente, con su mano izquierda), van a la iglesia. Otras dos monjas aparecen instantes después. Éstas no llevan zapatos, sino chanclas y, a su vez, no portan paraguas, sino carteras (las dos, coincidentemente, en su hombro izquierdo).
A esa hora, muchas guaguas rodean la plaza de Río Piedras. Carritos públicos que conectan con Caguas (a un peso), Ponce ($15), Cupey o Guaynabo (a tres pesos). Otros se dirigen a Gurabo, Juncos, Las Piedras y Humacao ($3). Lo único malo: los horarios varían, dependiendo de los pasajeros y del humor de quien las guía... Pero muchas de ellas, asegura un chofer, salen cada 20 minutos. Habrá que creerle.
Camino. La mañana es fresca, afortunadamente. Subo por Georgetti y no tardo en encontrar una heladería. Está a pocos pasos de la Casa de la Cultura Ruth Hernández (para visitar y admirar) y lleva el mismo nombre de la calle. Anuncia helados naturales. La lista es interminable: guanábana, fresa, parcha, limón, almendra, mango, piña, coco, guayaba, melocotón, guineo, papaya, tamarindo... Compro uno de guayaba y continúo.
Tomo la calle Arzuaga y en la esquina con Brumbaugh está la cafetería Bakers Bakery. Parece de pueblo y familiar. Compro una botella de agua. “Te lo dije, ¿Ok? Te dije que iba a hacer mucho calor”. Holly sigue ahí, como la voz de mi conciencia, intentado recordarme que no se puede disfrutar de la cotidianidad de un barrio en el que viven cerca de 9.000 personas y que, en sus orígenes, sus tierras fueron utilizadas para el cultivo de azúcar, fabricación de melao y la cría de ganado.
Salgo a la calle. Me dice una señora que en ese mismo edificio, pero en el último piso, funciona el teatro Yerbabruja. Las funciones, obviamente, son por la noche, pero anoto en mi agenda el dato para volver.
Cruzo la calle y me muevo por Arzuaga. No demoro en encontrar a un hombre abriendo la barra Los Amigos, donde una vellonera le da vida al lugar cuando atardece. Eso y también los que llegan a beber. Muchos dominicanos. Añado el lugar a mi lista. Vale la pena. Unos pasos más adelante una tienda de tatuajes ya está abierta. Es increíble lo que se puede hacer uno en la piel. No me animo. Quizás Holly, que esta vez se mantiene en silencio.
Pero no. Sigo. Veo la casa Henry Klumb, arquitecto alemán que se radica en Puerto Rico en la década de los 40, (invitado por el entonces gobernador de la Isla, Rexford G. Tugwells, para efectuar diferentes obras); un cuartel de la policía –me da igual, pero a muchos turistas les importa sentirse seguros–; y una sastrería (Bolívar), que es de una familia. Poco después, me topo con el primer carrito de venta de accesorios: cinturones, gafas de sol, gorros, pañuelos, moños... Ya estoy en la calle Camelia Soto, donde termina la plaza, aunque permanezco en la calle Arzuaga, para dirigirme hacia el norte. Veo una tienda grande, los almacenes Colón. De otra familia, pienso. No sé si animarme a entrar, porque es un lugar donde venden todo tipo de artículos para niños y niñas. “Te lo dije, ¿Ok? Te dije que aquí no había nada que ver, nada”... Pero no hago caso a Holly y entro. Pienso en mi hija, Marina. El lugar es un mundo, un mundo maravilloso si uno sabe qué hacer con todo lo que se ofrece ahí, desde telas para esos vestidos de cuentos, hasta un sinfín de juguetes.
Lo anoto en mi agenda. Quiero volver, pero con mi hija. Salgo y veo el primer carrito de frutas. Ah, frutas. Compro un guineo, porque el helado, con el calor que ya ganó a la lluvia, dejó de ser helado. En adelante, los carritos de accesorios y de frutas compartirán las calles de Río Piedras.
Después de ver que puedo enviar una postal de una oficina de correos que está en la calle Arzuaga, también confirmo que puedo ir a Luquillo o Fajardo en guagua, porque me encuentro con la Terminal de Carros Públicos del Este. “Chuito”, un boricua que trabajó como temporero en EEUU, me dice que por $5 me lleva a Fajardo.
Estoy ya sofocado cuando alcanzo la esquina de la William Jones. Ahí el escenario es otro: bulle de actividad y los comercios ofrecen sus mercancías invadiendo las aceras. Los dominicanos, otra vez los dominicanos, que dan vida a este sector del barrio. Una vida de trabajo y de aporte a una isla que los ha cobijado.
En la cafetería La Romana suena Ana Gabriel; en un puesto de frutas se escucha la bachata de Los Ruiz, mientras que en una peluquería se oye a Jerry Rivera. Hay vida. Mucha vida. Aunque Holly se queja: “Te lo dije, ¿Ok? Aquí no íbamos a encontrar Starbucks”.
La verdad, no me importa. Sí me interesa que haya muchos puestos de frutas, porque puedo seguir comiendo, esta vez, uva. Casi al llegar a la calle Del Parque entro a una tienda de música. Es la primera que veo. Veo discos de salsa, baladas, pero sobre todo de bachatas. Al ver el nombre del local, afuera, comprendo: “Bernardo Bachata, el líder de la música tropical, donde lo nuevo siempre llega primero”. Me da gracia. A Holly no: “Te lo dije, ¿Ok? O qué esperabas, ¿música de Mozart?”.
Veo que he llegado a la terminal de la AMA. Pienso que en el Tren Urbano se llega primero, sin calor, apretujamientos ni atrasos. Y entonces me sorprende lo que veo a mis espaldas, justo en la esquina de la calle Del Parque con William Jones: “El Militar, desde 1943 al servicio de Puerto Rico”. Y sí, es eso, venden vestimentas, accesorios y todo lo que un militar necesita. Pero también para quienes buscan esa moda, la del camuflaje. Pese a que lo bélico no va conmigo, me gusta ese aire añejo del lugar. Y le veo el lado bueno: hay unos bultos que me encantan y que son útiles. Quizás podría meter ahí a Holly, pienso. Ella, obviamente, sabe lo que estoy tramando. “Te lo dije, ¿Ok? No vas a encontrar Gap, Zara ni Banana Republic”.
Sigo mi periplo. Cuando me dispongo a cruzar la calle Padre Colón, casi piso una gallina... Sí, una gallina. Eso me recuerda que estoy en Río Piedras. En un barrio. En un barrio popular. Es un barrio popular que te puede sorprender. En un barrio popular que te puede sorprender si abres los ojos.
Finalmente accedo al paseo De Diego. Me siento en un banco. Quiero leer a Capote. Y Capote habla de Diótima, la mujer que le enseñó a Sócrates todo acerca del amor... Coincidencias de la vida, justo en enfrente se sienta una madre y sus dos hijas. Una de ellas es, definitivamente, hermosa. No es la única. El paseo atrae a otras. Los bancos se llenan: un joven artista, que dibuja, cómo no, a la atractiva muchacha, y unos viejitos que se quejan porque esas tiendas que dicen que venden todo a 99 centavos no lo venden todo a 99 centavos. Otro que se suma al grupo es un devoto religioso que se dedica a repartir unos papelitos con textos bíblicos. Se acerca el fin del mundo, dice. A mi me parece que es en Topeka donde puede suceder eso, que está a mis espaldas. La gente entra y sale sin cesar, como si efectivamente el mundo se fuera a acabar.
Miro hacia el fondo y veo que el comercio pareciera querer tomarse la calle, si es que no lo ha hecho ya con los numerosos maniquís, colgadores llenos de ropa, mesas con baratijas y todo tipo de gangas desde solo 99 centavos...
Ropa. El paseo es ropa. Pura ropa, de todos colores y matices.
Eso hasta que llego a la Plaza del Mercado. Aquí sí que yo compro sin medida y lo que hay, me gusta: frutas, verduras, carnicería, medicina natural, pescadería, ferretería, cafeterías. Aquí me encuentro con “El rey de la calabaza” o los variados granos del colmado “Kiko”. Me siento a gusto. Holly, adivino, por supuesto que no. “Te lo dije, ¿Ok? ¿No sientes un olorcito incómodo?” Es el pescado.
Apenado, me voy del lugar. Hay mucho que ver todavía. Camino, sin prisa, por el paseo. Veo la gente. Rostros. Y casi al llegar a la avenida Ponce de León miro un local de música. Otro. Eso sí, esta vez se añade la venta de instrumentos, de guitarras y congas, entre otros. Pregunto por un disco de Mima (una artista puertorriqueña), pero el encargado me dice que no le ha llegado. Se queja. Me informa que el CD que busco es el primero y único que tiene la cantante.
No detengo mi marcha y estoy otra vez en la Ponce de León. Frente a mí está Dencayá, una tienda de ropa y accesorios de primera calidad y en donde también ofrecen tatuajes indios que desaparecen en un par de semanas. Aquí, en este lugar, Holly está a gusto.
Yo igual, pero mucho se debe al aire acondicionado...
Quiero descansar. Tomo el libro de Truman Capote nuevamente. El tipo viajaba mucho, pero no le gustaban las ruinas de ningún tipo. Ni las que abundan en Italia ni en Grecia, donde Ñequi, mi novia, baila y se broncea mientras yo camino y camino. Él, Capote, prefiere los bares. O los buenos restaurantes... Yo, prefiero la calle. O mirar algunos edificios y construcciones valiosísimas: la casa Soler (en la calle Georgetti), la funeraria Escardilla (en la calle Robles), las casas Romaní (en Arzuaga con Brumbaugh) y Antuñano (en Georgetti con Brumbaugh), la iglesia La Milagrosa (en el paseo De Diego), los ex cines Paradise (Ponce de León) y Martí (en el paseo De Diego), así como la que fuera la farmacia modelo (Ponce de León) y la antigua Casa Alcaldía (en la misma avenida)
Detengo mi lectura. Estoy sentado en un banco de cemento y frente a un muro donde alguien, una mano desconocida, dejó un mensaje: “Bienvenidos a la ciudad donde lo cotidiano se convierte en poesía; donde tanta historia junta puede asaltarte en cualquier esquina”. Una definición exacta de Río Piedras, pienso.
Miro hacia un costado y ya sé lo que viene: dos librerías. La Mágica y La Tertulia, de las muchas que se encuentran en Río Piedras. Me tomo mi tiempo. Pregunto por un par de libros. Uno de un puertorriqueño y otro de un japonés. Del primero, no hay. Del segundo, sí. Claro es Kenzaburo Oé, el del Nobel...
Salgo. Me meto por la calle Saldaña, veo el bar y restaurant El Boricua y una persona asidua al lugar me dice que ya no es el mismo de antes, cuando venían los del barrio y era más popular. Ahora es otra cosa, con comida más internacional, más gourmet. Ya no se ven borrachitos ni gente de la calle (aunque sí muchos universitarios, que se escapan del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, a un paso del lugar). Pero está bien. De seguro ya hay otro sitio que no ha sido invadido por la modernidad y es donde han ido a parar los de siempre, los marginados.
Ya estoy en la calle Robles. Y miro un restaurante de comida vegetariana (County Health Food, que ofrece un menú de $12 pesos abundante y sabroso). Dos edificios más allá (al norte) veo el TallerCé, un café teatro, centro cultural, en el que, entre otras cosas, ofrecen clases de música y de baile. Es una cooperativa. Es decir, una iniciativa como pocas.
El Tallercé sabe a independentismo. De quienes buscan la independencia para Puerto Rico. Sí, para muchos esta isla es una colonia de Estados Unidos. No es el único lugar del barrio que trabaja en pos de esa causa. No lejos de ahí, en la calle Borinqueña de Río Piedras, está el periódico Claridad, el órgano difusor del independentismo puertorriqueño.
Enfilo por Brumbaugh. Dos cafés compiten. El Hérdez y el So, que gana el pulseo porque tiene mesitas en la acera. Holly está feliz. “Te lo dije, ¿Ok? Este era el lugar. Además, ya era momento de descansar como Dios manda”. Por primera vez, estamos de acuerdo.
Por eso, satisfecho, agarro mi libro mientras preparan mi jugo de mangó. Y ahí está mi Holly Golightly, la chica de Desayuno en Tiffany’s, el personaje principal de uno de los mejores libros de Truman Capote. “Te lo dije, ¿Ok? Tú no eres para venir a Río Piedras, yo sí”, le lancé, sabiendo que esta vez no me contestaría.
*Holly (diminutivo de Holiday, vacaciones) Go-lightly (literalmente significa ir, pasar ligeramente). El nombre fue creado por Capote para su libro Desayuno en Tiffany’s.
Por Leoncio Pineda
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