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Cayey: Un paisaje de la memoria
Montañas de Cayey. / Foto por: Ricardo Alcaraz

Aunque Cayey es paso obligado para los viajeros entre el norte y el sur de Puerto Rico, pocos lo ven más allá de un lugar de tránsito. Qué lástima. Como destino, sitio y memoria Cayey es, como pocos lugares de la Isla, un paisaje de cambios y transformaciones que no se borran del todo: quedan las sutiles marcas como en los palimpsestos de los monjes medievales, papeles rehusados para escribir una y otra vez. La particular geografía de este valle de altura hizo que fuera el lugar precursor de la colonización de la montaña puertorriqueña.

Cayey es mencionado en los dos documentos fundacionales del Puerto Rico que conocemos: la historia de Fray Iñigo Abbad y Lasierra, de 1787; y los dibujos de Auguste Plée, de 1822. Como demuestran los dibujos del francés, Cayey tuvo arraigo y creció sobre los altos zocos de madera propios de las casas de esta época.

La imagen de Plée muestra una aldea de casas de madera sencillas, rodeando la ya construida Iglesia de La Asunción. Este templo, empezado en 1783 –apenas diez años luego de la fundación del pueblo– vocacionaba permanencia.

La iglesia, entonces, no podría ser mejor punto de partida para hablar del Cayey patrimonial.
Una estructura espléndida de tres naves abovedadas, de arquitectura neoclásica simplificada, con arcos en sus interiores, y puertas y ventanas adinteladas afuera, todavía abre directamente al espacio de la plaza sin ser fraccionada por la existencia de una calle.

Dentro de la iglesia hay arte: quedan, aunque en no perfecto estado, dos obras del maestro pintor Ramón Frade: el espacio del altar de la Merced y el cuadro del Perpetuo Socorro. En el altar mercedario don Monche pintó un angelito negro, blanqueado luego por prejuicios de algunos y esperando su emancipación pictórica.

Al suroeste del casco urbano está el Ensanche Mendoza, un proyecto de 90 solares con su trazado diseñado por el gran arquitecto y pintor Ramón Frade. Este también proyectó muchas de las casas del sector, de las que permanecen unas pocas, incluyendo los apartamentos de Ramos, en la Calle Hostos, y posiblemente la Casa Julia, pintada de rojo y de madera, adornada con motivos geométricos sencillos, en la Calle Lucía Vázquez.

El paisaje urbano cayeyano se prolonga en la vida industrial del tabaco. Para empezar, quedan tres antiguos despalillados marcando de cierta forma los extremos este, sur y oeste de la densa trama urbana. En estas fábricas multipisos, construidas de hormigón o ladrillo con techos amplios de madera, se procesaba la hoja de tabaco. Allí se removía su duro palillo central y se las clasificaba por grados de calidad, con el fin de enviarlas a fábricas de puros o cigarrillos en la capital o fuera de la Isla.
Esta industria tuvo un efecto transformador sobre el que hasta 1900, fue un reducido poblado de intercambio que vivía de la recolección de café y otros productos alimenticios de los pequeños agricultores de la ruralía. Los empleos tuvieron un efecto tangible sobre el paisaje urbano, pues muchos de los campesinos habían sido desplazados por el desastre de la guerra y los huracanes de 1898 y 1899.

Una particularidad de esta zona de la Isla es la abundancia de manantiales, y pequeños arroyos y quebradas que fracturan la topografía en pequeños dedos de planicies que se prolongan en las laderas de los cerros. En esos llanos se afincaron colonias pobres de obreros del tabaco, originalmente levantadas con bohíos y chozas mínimas que, al paso del tiempo, se cambiaron por la madera importada o el hormigón.

Como pueblo de paso por la carretera central construida en el siglo XIX, Cayey y su vecino, Aibonito, se convirtieron en puestos militares para la defensa de la “Fortaleza Puerto Rico” desde su natural bastión del interior, por no mencionar la necesidad de domesticar a un campesinado que desde mucho antes de la revuelta de Lares, en 1868, se había mostrado resistente y desafiante a la autoridad.
Así las cosas, en la cima del llamado Monte Olimpo, promontorio justo al nordeste del centro del pueblo, los españoles levantaron hacia 1880 unas barracas militares de madera sobre fundaciones de piedras. Las fotografías muestran un gran pabellón de un nivel, con balcón, algo así como una gran casona ampliada y regularizada con precisión militar, una especie de hacienda fortificada.

Ya las grandes murallas de piedra de los bastiones de la costa no eran apropiadas para las nuevas tecnologías bélicas. Ahora, más bien, era dejar que la naturaleza fuera su propia fortificación...
Tras la incruenta victoria estadounidense el sitio de las barracas fue ampliado y el valle, ubicado al otro lado del Olimpo, fue anexado por el US Army. En ese lugar se erigieron, primero, más barracas de madera, y en los años 30, el actual complejo levantado de hormigón, bloques de terracota y madera.
Eran los llamados “Henry Barracks” (su nombre deriva de Guy Henry, uno de los primeros gobernadores militares estadounidenses) e incluyeron varias viviendas de tres niveles en un neoclásico simplificado con motivos (irónicamente) españoles y dos grupos de casas para oficiales con un dejo hispano: techos de doble pendiente, patios, balcones y otras concesiones al trópico, pero conservando chimeneas funcionales como íconos de la domesticidad “American-style”.

Este campamento militar, con los testimonios arruinados de la era española y la obra posterior norteamericana, es hoy el Recinto de Cayey de la Universidad de Puerto Rico. Las antiguas barracas han sido adaptadas a la no menos compleja tarea educativa y hacia el lado oeste de los terrenos se han añadido nuevas edificaciones con aulas, un centro estudiantil, auditorios y el Teatro Ramón Frade, cuyo arquitecto, Rodolfo Fernández, fuera el director del Centro de Bellas Artes de San Juan.
Cerca de la entrada principal, en un promontorio, el ejército estadounidense levantó la tienda del complejo, el “PX”, como un templo neoclásico al comercio, que ha sido motor de tanta estrategia militar de Estados Unidos. Pero hoy es un pequeño y agradable museo de arte con el nombre del doctor Pío López, emigrante español y por largos años profesor de esta Universidad que actualmente ocupa la zona. López fue un importante cronista y biógrafo de su pueblo adoptivo y también escribió sobre el pintor Frade y otros personajes cayeyanos.

Sobre el Cayey urbano se puede decir que debe todo su ser al campo. La fracturada topografía de la zona es la razón de ser de Cayey, pueblo esencialmente comercial. Y es en los increíbles recovecos de valles, crestas y ríos donde se encuentra el espíritu primigenio de este poblado. En total, la ruralía cayeyana es un complejo paisaje cultural, resultado de la domesticación nada fácil de un territorio empinado, y delirantemente verde y fértil.

A veces, para el urbanita, es inimaginable pensar que estos lugares eran poblados y surcados por jóvenes, damas y hombres, los unos jugando o camino a estudiar, otras a las faenas de la casa y aún otros camino a arrancar la riqueza de la tierra nada huraña, pero necesitada de maromas y actos de equilibrio para poder recoger lo sembrado.

En fin, Cayey en pueblo y campo es una obra inacabada, como un palimpsesto escrito una y otra vez con esa reiterativa voluntad puertorriqueña de formar sociedad. Y en sus terrenos puede verse el proceso de cambio y evolución de un lugar que realmente, al que lo visita detenidamente, muestra irresistibles encantos. Es un paisaje que tras su aparente desorden e informalidad encierra una vasta memoria de lo que ha sido Puerto Rico.

Por Jorge Ortiz Colom

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