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  SAN JUAN
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Mi ciudad, un testimonio
 / Foto por: Ricardo Alcaraz

Rafah Acevedo

Para hablar de la ciudad me habría gustado dirigir mis reflexiones hacia la Alejandría en la que ardía una biblioteca o a la Sodoma llena de estatuas de sal por aquella mirada indiscreta. O, mejor que eso, quisiera charlar sobre el vínculo entre lo escrito, la urbanización y la cerveza. A fin de cuentas, los primeros vestigios de escritura son fechados 3500 años A.C. con la aparición de dos tablitas de arcilla en Mesopotamia. Nace la economía sedentaria y la ciudad y... la escritura. Esos primeros documentos escritos son listas de salarios, recibos de impuestos en los que el símbolo de la cerveza es el más común.

Así que si estás en la ciudad, bebe cerveza, sobre todo si hace calor, como suele suceder en las ciudades del Caribe. Eso, si es que a San Juan se le puede llamar ciudad en el sentido mexicano o japonés del término.

Mi ciudad, el espacio reducido entre Río Piedras y la isleta de San Juan, ha sido reescrito y releído en varias ocasiones; quiero decir, diseñado y rediseñado en varias ocasiones. En casi todas, para que sirva de defensa ante los ataques de piratas facinerosos. Las murallas del Viejo San Juan no fueron hechas para detener el vuelo de los vampiros. Más bien eran para detener imperios al acecho.

¿Por qué es Viejo San Juan? Bueno, ya en el siglo XVIII había carnicerías que necesitaban reparación, y tiendas de platería cerradas en Jueves Santo. En 1792, nuestro pintor, Campeche, retrató al Gobernador de entonces. Vestido con el uniforme de brigadier del Cuerpo de Ingenieros, Ustáriz, el Gobernador, nos mira de medio sosquín, muy rococó. A su lado, sobre una mesa de talla dorada, hay unos planos de San Juan.

Pero lo que llama la atención es la ventana sin balcón al fondo. Por ella se divisa la pavimentación de una de las calles de la ciudad, empresa iniciada al parecer por Ustáriz. La línea de la calle termina perdiéndose en la lejanía. Esa lejanía, el futuro, es quizás nuestro presente.

El plano de San Juan sobre la mesa de talla dorada es una metáfora. El gobernador pretendía lo que Campeche insinúa. Diagramar y colocar, cada cual en su sitio, según la lista de profesiones que en la ciudad había.

Porque hay que planificar y poner orden. Como pide el obispo Zengotita por las mismas fechas del cuadro de marras: que las negras se cubran el pecho con las manos al recibir el Santísimo Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. Convencer a todos de que son piezas con una función propia dentro de la ciudad y que, por lo tanto, pueden ser reemplazados sino cumplen con ella.

Hoy la ciudad es de otro orden. Escribo mientras tomo cerveza fría y la miro desde la ventana. La belleza del puente Dos Hermanos se ve lacerada por el presente. El fortín San Jerónimo se esconde tras una construcción moderna que a su vez esconde la luz anaranjada del crepúsculo. Sin embargo, la laguna del Condado, apacible y con sus tonos de plata nos recuerda que es posible, otra vez, la belleza. Quizás será necesario que algo arda, o que alguien se convierta en estatua de sal. Quizás que muchos, cerveza en mano, haciendo honor al origen de las ciudades y la escritura, llenen el espacio de respuestas a las preguntas cargadas de deseos y sueños. Y bailar sin cubrirse el pecho y sin apaciguar las nalgas.