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Nuestro toletero, Carlos Delgado. / Foto por: Ricardo Alcaraz |
Mari Mari Narváez
Tiene su misterio observar cómo Carlos Delgado carga con su propia contradicción.
Al abrirse el portón de la extensa muralla que rodea su casa, el muchacho comienza a dejarse ver a lo lejos, y va acercándose poco a poco. Postura y parsimonia no le faltan a sus seis pies y tres pulgadas de altura y 244 libras. La monumentalidad de ese cuerpo parece pesarle, como si cargara con todo el volumen, toda la densidad del espacio que le rodea.
Y sin embargo, hay algo que no cuadra. Porque entonces Carlos Delgado tiene esa sonrisa, tan despejada como la de un niñito. Se trata de una ternura inusitada, una suavidad generalizada que, casi desde el inicio de una conversación, cancela el espacio tremendo que ocupa su cuerpo, quedándose con la fascinación y toda la atención de su interlocutor. De golpe, el pelotero más grande de Puerto Rico se vuelve ligero, semejante, un tipo común. Dos horas de conversación después, una sale pensando, ‘realmente no es tan alto nada’.
El toletero puertorriqueño -quien ya es una leyenda del béisbol americano y a quien muchos comparan con el gran Roberto Clemente- ha dependido de su cuerpo y de su fuerza física toda su vida. Y aún así, su gran fortaleza -dice- es la mente.
“Nunca fui el tipo con más habilidad”. Habla con gran seguridad, mientras se deja entrevistar en la terraza de su casa. “Incluso ahora no soy el que más habilidad tiene. Lo mío es la mente. Constantemente tengo que pensar en cómo no alejarme de mi fuerza. El pitcher me está tratando de sacar y pienso qué puedo hacer para vencer. Es el juego de ajuste. Yo sé batear. Y me conozco el juego de la A a la Z, y no lo digo de manera arrogante. Pero yo sé la situación, sé qué puedo hacer bien y qué no. Recuerdo un turno que tuve en 2003, la secuencia de un pitcher particular. Me acuerdo de uno al que me enfrenté hace cinco años. Entonces, trato de digerir esa información para ponerla a mi favor lo más que pueda”.
Todo el que sepa algo de béisbol debe reconocer la estampa de Carlos Delgado, sentado en el dugout tomando notas en una libreta como un muchacho de escuela. Cuando sale del field, incluso antes de detenerse en la neverita de Gatorade, el bateador zurdo agarra primero su libretita y hace sus anotaciones sobre el juego que acaba de transcurrir. En esas hojas de papel queda todo. Y a ellas regresa siempre a estudiar.
Lo más hermoso que tiene el deporte es, precisamente, cómo se unen el cuerpo y la inteligencia para lograr resultados casi misteriosos de tan impredecibles.
“Hay muchas situaciones, que tú no puedes controlar. Yo tengo un plan, trato de no alejarme de ese plan aunque hago ajustes. Pero en última instancia tú sólo puedes preguntarte: ‘¿qué puedo hacer repetitivamente para que las cosas salgan lo mejor posible?’”.
Carlos ingresó al béisbol norteamericano hace más de veinte años. Y aunque pasa la mayor parte del año en ese continente, nunca ha dejado de sentir que su hogar está en Aguadilla, Puerto Rico, donde se crió. Tan así, que cuando se casó con Betsaida García (también aguadillana) hace varios años, fue en ese pueblo donde establecieron su residencia.
“Soy playero”, dice, consciente del poder que tiene sobre su vida la costa donde vive. “Y me gusta que no estoy en el revolú de San Juan o las ciudades grandes. Es más seguro también”.
Cuando se le pregunta cuál considera que es el temperamento de esa parte del oeste puertorriqueño, contesta prácticamente sin pensarlo: “Es más laid back, más sencillo, relax. En Mayagüez son más... Ellos piensan que son lo más importante del área oeste. Los de Ponce son más egocéntricos. Le dan valor a lo suyo, está bien. Pero yo creo que, aquí en Aguadilla, la playa influye. Y entonces es más llevadero, más tranquilo. Ya en Isabela son más radicales porque son surfers. Allá hay más olas...”.
En efecto, si bien Mayagüez y Ponce también son pueblos costeros, ninguno es un pueblo particularmente playero. Ponce es más citadino y Mayagüez, entre pueblerino y campestre. Tampoco tienen playas tan famosas ni funcionales como Aguadilla. Crash Boat, por ejemplo, donde Carlos cuenta que pasaba sus veranos jugando voleibol y vacilando con sus amistades, es una de las mejores playas para bucear, hacer snorkeling, otros deportes acuáticos, e incluso para surfear en ciertas épocas del año.
Con sus más de $134 millones estimados en ingresos a lo largo de su carrera, el número 21 de los Mets de Nueva York podría vivir y viajar por los lugares más exóticos del Planeta. Incluso podría -como la mayoría de sus colegas- asentarse en alguna fina ciudad estadounidense. Después de todo, es allí donde ha hecho su fortuna.
“Estados Unidos tiene cosas preciosas. Me gusta el cambio entre verano e invierno. He visitado unos lugares hermosos allá, en California, por ejemplo. ¿Pero qué yo voy a hacer allí? Me gusta Puerto Rico más. No soy tipo de sitios, sino de gente. Y la sangre pesa más que el agua”.
Sus actividades favoritas siempre envuelven a su familia, especialmente a su esposa y al hijo de ambos, Carlos Antonio, de dos años. Algunas de ellas son irse a una pocita en el pueblo de Rincón (donde tienen un apartamento de playa), prender el BBQ y “hacer nada”. Otras veces practica el bateo en su propio patio junto a algunos de sus “panas”, corre en la pista de la antigua base militar de Aguadilla, da una caminata por el Parque Colón o sale a cenar a alguno de sus lugares favoritos de la zona: El Galeón, en Aguada, o Luna Marina, en la playa de Jobos en Isabela. “Ahí celebramos todas las actividades, cumpleaños, bautismos y graduaciones de la familia”, cuenta.
Según Carlos, el supuesto “encanto” de Puerto Rico no ha llegado a convertirse tan solo en un mito o un asunto del pasado. Existe todavía. “Tenemos un encanto, que lo podamos desarrollar más, sí podemos. Somos un pueblo generoso, lo que sale en los periódicos es lo más controversial pero aquí hay mucha más gente buena que mala. El calor humano y la sensibilidad (de este país) es digna de admirar. Nos identificamos con las causas (de los débiles), aunque a veces tarde. Como pasó en Vieques, por ejemplo, que la gente se identificó aunque antes tuvo que morir uno”.
Es harto conocida la consciencia política y social del toletero. Cuando Estados Unidos invadió a Iraq y en todos los juegos entonaban el himno de God Bless America, Delgado protestó, quedándose sentado. Su gesto silencioso provocó la ira de miles, pero él se mantuvo en su protesta porque no podía avalar una guerra completamente injustificada. El tiempo le dio la razón ante el pueblo americano que hoy día sabe que aquella invasión nunca tuvo más razón de ser que la avaricia de Estado.
En Puerto Rico, el joven tiene la Fundación Extra Bases, que ayuda a niños y jóvenes con necesidades económicas y sociales. Además, es sabido que cree en la independencia de Puerto Rico y viene de una familia de patriotas.
Volviendo al tema que nos ocupa, Carlos subraya el encanto puertorriqueño, ese conjunto de experiencias, valores y costumbres que nos hacen únicos. “Tenemos recursos preciosos, playas, restaurantes, hay muchos sitios que no necesariamente están en las guías turísticas”, dice. “Desde la gente que prepara jugo de jobo en la calle, como el que construye el cuatro puertorriqueño, el bongó, o el que vende los bacalaítos así de grandes. Yo nunca he ido a algún otro sitio donde hagan parrandas navideñas, asaltos. Son cosas pequeñas que representan nuestra cultura, que también son parte de nuestra riqueza. No debemos dejar perder eso. Tenemos muchísimas cosas por mejorar, pero ese es el reto. Si todo fuera color de rosa no habría reto, no habría nada”.
Por Mari Mari Narváez
Más en la edición #7 de alterNativo©.
Palabras claves
• Aguadilla
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• Roberto Clemente
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