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El taller de La Playa de Toño Martorell, en La Playa de Ponce, Puerto Rico. / Foto por: Ricardo Alcaraz |
Hace unos años, Antonio Martorell se mudó con sus bártulos a la Playa de Ponce y se hizo playero. Ponce era destino inevitable para el Maestro porque según propia confesión, su norte siempre ha sido el sur.
Tres razones para ese resumen íntimo: amistades, luz y espacio. Amistades muy anteriores a su mudanza, que son de Ponce y le convidaron a amar la ciudad. La luz de la playa de Ponce, sublime para un artista de muchas luces. Espacio insuperable: añoso, hermoso, de techos altísimos, con almas que pasean, ojos en las paredes y un patio enorme. El número 54 de la Calle Salmón en la Playa de Ponce es ahora la casa de “Toño” Martorell.
“Le estoy casi agradecido al fuego (de su morada y su taller en Cayey) por precipitar algo que debió haber sido hace años”, dice el artista y comunicador, cuya extensa obra de casi medio siglo abarca todos los medios posibles de expresión.
En el espacio de Ponce convergen residencia, taller, galería y un jardín divino que alberga varias instalaciones del artista en espléndida armonía con una naturaleza hecha a mano por el mismo Martorell. El nuevo domicilio trastoca el viejo orden del artista. Antes, montaba casa y luego taller. En Ponce vive en un rincón de su taller: el camarote del Capitán, como le llaman los amigos.
El camarote en sí es un espacio único, una guarida de sibarita: una sala de estar donde se rodea de obras de otros grandes maestros que no se cansa de estudiar y un dormitorio con baño e inodoro integrados y bien cerca de la cama forrada de tapices y paños de mil colores, y contornada de muchos detalles cargados de recuerdos.
El taller es una galería inmensa donde el Martorell de todos los tiempos –incluyendo al que trabaja– se mira y lo miran, repasa e inventa, comprende y crea.
“Aquí comencé por donde siempre debí haber comenzado: por el taller”, dice mientras recapitula los espacios del mismo – desde las formidables mesas de trabajo hasta el almacén de obras debidamente acondicionado por sendas unidades de aire que mantienen las piezas en perfecto estado, pasando por los espacios donde cuelgan o descansan piezas de viejas instalaciones, materiales de todo tipo, lienzos, pinceles, herramientas y cosas extrañas que sólo él sabe para qué sirven.
Antes de Toño el taller era un taller, de tornería y ebanistería. Pertenecía a don Norberto Cruz, un ebanista y tornero maravilloso de la Playa que en ocasiones alquilaba parte de su espacio a grandes artistas como José Luis Vargas, Carmelo Sobrino y el propio Martorell. De hecho, fue a principios de los 90 cuando Martorell alquiló espacio a don Norberto para preparar su exposición de “La casa en el balcón y la arboleda perdida” para el Museo de Arte de Ponce -que luego viajó parte del mundo como “La casa de todos nosotros”. Al terminar, don Norberto salió a vender y Toño compró el taller.
Ahhh… pero el jardín es algo espectacular. Mary Lenox –la niña del libro de Frances Burnett The Secret Garden que fue llevado al cine en los 90– habría gozado de lo lindo en el Jardín Martorell. Originalmente un patio trasero industrial, un terreno yermo hasta que crecieron espontáneamente un par de tulipanes de la India y guamá para los ojos de Martorell y ahora es un vergel grandioso.
“Mientras ocupaba el espacio, sentía la necesidad del jardín. Siempre he vivido con jardín y el espacio era un sueño”, evoca el maestro Antonio Martorell mientras explica cómo convirtió el páramo que es ahora su jardín en otro de sus propios sueños.
Martorell no tiene más remedio que aceptar que es hijo del fuego. Otro de esos había destruido dos alas laterales del taller de ebanistería de don Norberto Cruz y en el patio yacían balaustres y pilares de cama calcinados. Don Norberto levantó una ceja cuando Toño se llevó todo aquella ruina para montar “La casa del fuego” que viajó con la exposición de “La Casa de todos nosotros”. De regreso, Toño se juró proveerle un lugar a esa casa en su origen.
“Me dije: la voy a sembrar en la tierra, le voy a dar aire, le voy a proveer un estanque donde se mire y le voy a dar un techo de fuego con trinitarias y astromelias que florezcan en rojos, naranjas, lilas y amarillos”, contó. Ese espacio es hoy uno de los más codiciados para los amigos del Jardín Martorell. Favorito de quien escribe.
Otro, está hecho de “Navegaciones y regresos”, un montaje martorellliano que nunca se ha visto en Puerto Rico y que ahora reposa bajo una pérgola donde se enreda el jazmín de olor y el abeto en el plafón de la instalación de helecho pluvial. En otro rincón del jardín, están las sillas de dominó que sirvieron de ensayo al arte público que instaló Martorell en la placita de la Barandilla del Viejo San Juan. En fin, el Jardín Martorell es eso… el Jardín Martorell, una mescolanza de divinidades como el mismo Maestro.
A esta morada de Toño Martorell llega quien quiere. Como cualquier hogar o sitio de trabajo se agradece una llamadita al 787-984-6611 para que le reciban. Hasta el “trolley” debería parar allí. Pero a nadie se le ha ocurrido. De hecho, a cuentagotas los ponceños comienzan a reconocer la estancia de este formidable artista de renombre internacional en su ciudad. Y él sigue echando raíces en Ponce.
Acaba de adquirir la hermosa mansión que fuera la casa del obispo de Ponce para principios del siglo pasado para convertirla en lo que Martorell llama “La Casa Plena”. Plena por varios lados. Plena por la plena de Ponce que nos canta “Mamita llegó el obispo… si tu lo vieras que cosa linda que cosa mona”. Plena por sus espacios pletóricos de luz y recuerdos. Plena por los planes de Martorell en convertirla en espacio de plenitud creativa donde desemboquen el arte creado y el arte por crear, galería y taller de artistas visitantes del mundo entero que vengan a Ponce a imaginar, inventar y hacer, como él.
La Casa Plena no puede estar mejor localizada: en plena calle Mayor a tiro de vista del espectacular Teatro La Perla y cruzando la calle de la plaza de la música del Instituto Morell Campos, puro centro de la ciudad del señorío que se nota y el arte que se siente.
Martorell, pues, llegó a Ponce para quedarse en este sur que siempre fue su norte.
Por Wilda Rodríguez
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