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En las fiestas de Santiago Apóstol en Loíza, los vecinos del municipio y visitantes se acercan poco a poco a los lados de la carretera para ver pasar al santo. / Foto por: Ricardo Alcaraz |
En Argentina...
Sólo niños, niñas y adolescentes se encargaban de preparar el rey Momo. En el barrio, y bajo un calor de muerte, juntábamos el dinero para montar la estructura y atiborrarla de petardos.
Un mes antes del Año Nuevo comenzaba el trabajo. Se reservaba un trozo de calle y se ensamblaban las maderas que se usarían para el esqueleto del muñeco gigante. Una vez acabada, se le daba forma al cuerpo con papeles, cartones, telas, petardos y alambres. Luego venía la pintura y los detalles finales con ropas y elementos que intentaban darle realismo a la creación colectiva.
Tenía que estar todo listo para la noche del 31 de diciembre. Después de brindar y pedir los deseos correspondientes para el año próximo, todas las familias salían a ver la quema del rey Momo. El ruido de los petardos se prolongaba durante horas. El barrio que más ruido lograra era el tema durante la comida del primer día del año.
En Puerto Rico...
Ayer una vecina de Loíza nos comentaba que llueva o truene, el santo de los niños siempre sale a la calle el día 28 de Julio. Los vecinos del municipio y visitantes se acercan poco a poco a los lados de la carretera para ver pasar al tercer santo (los otros son el de los hombres y de las mujeres). La sensación de fiesta está servida. La tristeza y las soledades quedan aparcadas en algún rincón de la casa y la gente sale a compartir sensaciones. A continuar con una de las tradiciones que mantienen viva la alegría y logran dar por puerta a la individualidad del mundo, al menos por varias horas.
Supongo que mi trayecto hoy, 28 de julio, hace que asocie el calor con la fiesta. Cuesta entender que durante el invierno en Buenos Aires se pueda festejar algo. Pero aquí, en Loíza, el sol invita a la charla, a buscar y compartir un trozo de sombra con algunos desconocidos y a caminar en compañía mientras se comparte un “palo”. Sobre todo en el Bar El Grillo, donde nuestra guía y amiga en Loíza, la reconocida ceramista Roxanna Jordán, nos ubica como nuestro punto de encuentro en esta jornada.
Buen lugar, pues como el mismo letrero anuncia estamos “en un ambiente de panas”.
Loíza está a sólo un tiro de piedra de San Juan. La fiesta comienza cuando el santo de los niños sale en procesión a las tres de la tarde. Los días anteriores lo ha hecho el santo de los hombres y el santo de las mujeres, respectivamente. Impresiona saber cómo un grupo de gente del pueblo puede caminar durante horas para acercar las imágenes de los santos al sitio donde en algún momento había un árbol para luego emprender el regreso. Pero así lo hacen, cada año, para estas fechas.
Cuentan que el recorrido se convirtió en una tradición desde que apareció una imagen de Santiago Apóstol al costado de un árbol de caucho que ya no existe. Era una imagen pequeña, que durante tres días pudo verse en la base de aquel árbol. Loíza ya tenía patrono, San Patricio, pero la presencia de Santiago provocó en el pueblo la necesidad de recordarlo. Así, la conjunción necesaria para la fiesta ya estaba lista: los números, la fe cristiana y lo pagano. Los tres elementos que, junto a los tres días de aparición, hacen que Loíza tenga su Santiago de los hombres, de las mujeres, y de los niños y niñas.
Siempre me gustó esta posibilidad de creación compartida. Las historias se van entretejiendo con un pasado acordado y con un presente de fiesta, donde la alegría es el punto justo. La alegría construye y la construcción compartida es más duradera, sólida y transmisible. La alegría sana, cura las almas de las soledades, sin necesidad de recetas ni pastillas. La alegría se regala, es duradera en el recuerdo de la gente y hace memoria.
Una vez más, como los dos días anteriores, la alegría acompaña el trayecto de la procesión. Personas que caminan, que esperan a la sombra, y otros que charlan. Todos tienen como objetivo común ver pasar al santo de los niños. De un lado hacia otro del camino se van cruzando los lugareños y visitantes. A pie o en bicicleta comparten momentos en los sitios donde pueden hacer un alto bebiendo o comiendo un “bacalaito y batata” u otro de los platos que inundan de sabor el espacio.
Encabezando la llegada de Santiago Apóstol aparece el color. Como un calidoscopio, le da vida a las máscaras de coco que lleva la gente. Solos o formando parte de la comparsa llenan el espacio, no sólo con los colores saturados, sino también con las líneas que de las máscaras salen y se proyectan como rayos de sol en múltiples direcciones. Los verdes, amarillos, rojos y azules pueblan las ropas del grupo, hacen su juego con la gente, los vecinos se reconocen, se descubren tras las máscaras, comparten momentos: están de fiesta.
Últimamente prefiero la alegría a la felicidad. Esta última me parece una creación lejana, una palabra llena de peso que libera, pero condena. La alegría, en cambio, me parece más humana, más factible y reconfortante. Los colores son alegres, y la comparsa, con sus colores, antecede a la bandera roja que encabeza al santo de los niños. Lo hacen también los disfrazados de Locas y los vejigantes, que sumidos en movimientos y rituales paganos abren paso al Santiago de los niños: una imagen pequeña, instalada sobre una base de madera, que cargan cuatro vecinas de Loíza.
La estatuilla se asemeja a una pequeña montaña de colores. Las cintas rodean sus brazos, su cabeza y todo su cuerpo. Los vecinos se acercan y anudan una cinta de color, como quien anuda un sueño, una promesa cargada de esperanzas. Es un cúmulo de colores, un arco iris desordenado, la chispa que renace cada año para renovar el bagaje de ilusiones de la gente del pueblo de Loíza.
Al tercer día de fiesta, los santos de los hombres y de las mujeres esperan la llegada del santo de los niños en las casas que durante un año han sido como suyas. La familia que acoge a cada santo debe festejar ese día. Invitar a los vecinos, dar una fiesta, preparar comida, dar bebida, y entregar regalos para los niños. Durante el año los tres santos están separados, uno en cada casa. Es por eso que el momento del saludo es una ceremonia, un acontecimiento, que se repite en la casa donde estaba el santo de los hombres y, más tarde, el de las mujeres. Este último sale a la carretera cargado a hombros de las cuatro vecinas, con su atuendo, sus cintas de colores y con la bandera roja delante.
Los acontecimientos en la vida son trayectos. Momentos cargados de sensaciones. Tiempos diferentes para unos y otras. Algunos trayectos pueden ser traumáticos o difíciles pero otros pueden estar llenos de vitalidad...
El momento del saludo es esperado por la gente. Frente a frente las dos banderas, los santos detrás, los asistentes con una atenta inquietud y los segundos de espera antes de que las banderas comiencen a moverse.
Los vecinos encargados de las banderas empiezan a moverlas hacia un lado y otro. Con cada movimiento se agachan y hacen rozar la bandera en el suelo. Enfrentadas, hacen su saludo, y al mismo tiempo que los santos, ubicados detrás, bajan y suben ayudadas por las cuatro vecinas que lo trasportan.
Como de números se trata, el ritual se cumple tres veces. Las mismas tres veces que apareció Santiago en el árbol y que se simbolizó con los tres santos. Al finalizar el trayecto la gente aplaude, se moviliza, ríe y se reagrupa. Al silencio del acontecimiento le sigue el bullicio, los saludos de los vecinos, la alegría del encuentro.
El sol abandona su intensidad, se respira una brisa del mar que hace que se recupere el aire. El recorrido final del santo de los niños es acompañado con golosinas que arrojan desde los techos de algunas casas. Pasan por donde estaba el árbol para, finalmente, volver sobre su recorrido inicial a la casa donde aguardará su salida el año próximo.
Antes de su llegada final vuelve a pasar por la casa donde estaban los otros dos santos. En esta oportunidad no es el saludo el acontecimiento, sino el ruido. El ruido de la fiesta. De un lado y otro de la calle se sucede un concierto de estallidos de petardos. Los aplausos y los gritos coronan el despertar de la pólvora, que salta por los aires dejando una estela de humo blanco. A más ruido, más algarabía. De un lado y otro surge la fiesta de la competencia sonora.
Buenos Aires y Loíza...
Sin finales apoteósicos y con la sensación de calma que tienen las almas después de una borrachera de alegría, recordé el último fin de año en Buenos Aires. El fuego consumía la estructura del rey Momo y, en Loíza, el santo de los niños hacía su trayecto final. El ruido daba por concluida ambas fiestas.
Seguramente, cada año en Loíza, a finales de julio, el pueblo será la chispa que encenderá el fuego de las ilusiones renovadas, de las promesas, de las esperanzas y de la alegría compartida bajo un sol de justicia.
Por Gabriel Chancel
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