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Balcón en el Viejo San Juan. / Foto por: Ricardo Alcaraz
Balcón en el Viejo San Juan. / Foto por: Ricardo Alcaraz

No aguanto la risa. Si la vieran. Mi amiga, la mismísima Holly, Holly Golightly (*), está otra vez ante mis ojos, aunque ahora me hace señas desde lo alto de una mole blanca y flotante en el Muelle tres del Viejo San Juan.

Por lo que alcanzo a ver a la distancia, Holly viste como casi todos los que salen desde las entrañas de ese crucero de 15 pisos que ha atracado desde hace unos minutos en el puerto: tenis, calcetines blancos, un short marrón claro con un cinturón de cuero café, camisa floreada multicolor y sombrero de paja. Además, la veo cargando, pegada a su pecho, una imponente cámara fotográfica.

Esa es mi Holly, sin duda. Mi amiga entrañable (a veces me pregunto por qué nos queremos tanto si no nos parecemos en nada), que ahora me saluda alzando su mano derecha, cual Miss Universo recién coronada por su belleza inigualable. Como era de esperar, me sorprende con una llamada a mi celular: “Te lo digo desde ya: no voy a sufrir con el calor, apenas baje me llevas a un lugar con aire acondicionado”.

Son cerca de las 11:00 de la mañana, y tras un desayuno de huevos revueltos con chocolate caliente y jugo de china (naranja) en Manolín (Calle San Justo, casi esquina con la Calle Fortaleza), esas primeras palabras de mi amiga, obviamente, me indigestan.

Pero el día recién comienza, y desde que me contó que su crucero iba a atracar en el Viejo San Juan, me hizo prometerle que la llevaría por ahí a perderse por las calles adoquinadas de la zona histórica de la capital puertorriqueña.

Finalmente, ya juntos –y sin un plan preestablecido, quizá como debe ser siempre–, caminamos. A los pocos minutos, pienso en mi encuentro previo con Magali García Ramis, la periodista, académica y escritora con quien me había citado un par de horas antes para que me contara algo más sobre el Viejo San Juan. Algo más que las joyerías y el comercio que le da parte de la vida a esta área.

Holly advierte que estoy en otro mundo y espeta: “No me digas que piensas en una mujer”. “No”, le respondo secamente y, de paso, me cuestiono si contarle a mi amiga querida todo lo que yo sé que ella no sabe del lugar que pisa.

Y callo. Pero instantes después, cuando aún estamos en la Calle La Marina, que corre pegada a los muelles, ella se muestra maravillada con el Sheraton Old San Juan Hotel y la Harley Davidson Boutique. “¡Aire, quiero aire”, me dice desesperada.

Yo, frente a ese comentario, prefiero no decirle lo que me dijo Magali: que el Viejo San Juan es mucho más que eso, son distintos “viajes” y, también, son “galerías, conciertos, barras y una vida sanjuanera chula que cobija a jóvenes y adultos de grupos diferentes. Algunos llegan para ver lo histórico o lo artístico, otros vienen por prendas o a los outlets, como Marshalls”.

—“¿Dijiste Marshalls?”, me pregunta Holly, sorprendida, primero, que haya mencionado esa tienda y, segundo, que esté hablando solo.

“Sí, dije Marshalls”, le digo, algo enojado, pero se me pasa cuando pienso en el Viejo San Juan del pasado. Ese que, según Magali, “era un sitio exquisito; el gran almacén del área metropolitana y de la Isla, porque otros puertos van a decaer y el americano se va a centrar en el de la capital. Aquí estaban Lema, La Favorita, Velasco y González Padín, entre muchos otros. También había jugueterías y muchas actividad diferente. Por ejemplo, en la Calle Luna, estaban los prostíbulos”.

—“¡¿Prostíbulos?!, perdóname, pero no estoy entendiendo nada”, me critica Holly. Le explico que esos prostíbulos ya no existen, que son de otra época, cuando al Viejo San Juan llegaban goletas con velas y, como dijo mi amiga escritora, “había gente de las islas británicas y francesas, por lo tanto era un sitio multicultural y multilingüístico”.

—“¿Multi qué?”, me pregunta. Yo le respondo que no importa. Vemos, al pasar, varios edificios nuevos que se han construido derrumbando la historia. Recuerdo un cuento de la conversación mañanera con Magali: “Lo que vemos ahora del Viejo San Juan pudo haber desaparecido por completo. Se sabe que en los años 50 hubo un plan para tumbar esta zona y transformarla en un Wall Street”.

Me lo creo. Lo mismo el hecho de que las fachadas, en el pasado, no estaban pintadas, y que la densidad de población era cuatro veces más que la de ahora. Era otro San Juan. Lo confirmo cuando Magali me cuenta que la terminal de guaguas (autobuses) estaba en la Plaza Colón. Hoy, aquello, sería impensable.

También es increíble pensar que El Morro, aquella preciosa explanada pública, fue, por un período, una cancha de golf de los militares estadounidenses donde había árboles...

“Era la época en que había mucho militar y marinero, muchas barras. Y lugares para comer como El Atenas, que pasaba 24 horas abierto”, recuerda la periodista y escritora.

“Estás muy callado. Insisto en que debe ser por una mujer”. Nuevamente, Holly va a la carga. Yo, para cambiar de tema, le digo que en 1890, como había muchos robos, las autoridades firmaron un edicto para que se instalen rejas a los segundos pisos de las casas del Viejo San Juan.

Un dato de Magali, que me había dicho que “hasta hace unos años nadie pensaba en cuidar a San Juan, donde puedes encontrar construcciones Art Deco, fachadas Hispanic Revival o Neoclásicas”.
A estas alturas, nuestra caminata nos ha llevado por el Paseo de Colón hasta la plaza del mismo nombre, donde el descubridor –eternamente de pie y señalando– seguramente se revuelca en el más allá porque su cuerpo, convertido en estatua, se llena de mierda de palomas. Ahí le cuento a Holly que en el mismo lugar donde están los taxis que ve estacionados existió un aljibe municipal donde las personas iban a buscar agua y por eso, constantemente, hay problemas de anegamiento cuando llueve.

Gracias Magali, pienso. Sin ella ¿qué le hubiera mostrado a Holly? sólo fachadas y comercio. “La historia del Viejo San Juan está bajo las calles, la historia cotidiana está debajo de los adoquines. Ahí yo he encontrado hasta sillas de montar. Tengo bolsas llenas de esos recuerdos”, me había dicho la periodista antes de encontrarme con Holly, que no aguanta el calor.

Busco tranquilizarla. Le cuento que las calles del Viejo San Juan se hicieron estrechas para, precisamente, combatir el calor, porque siempre una de las dos aceras tiene sombra. “Eso viene de Andalucía”, le digo, repitiendo lo que me había contado antes Magali.

Holly tiene otras preocupaciones y, tiernamente, me pide que la lleve a comer algo. Le doy la lista de lugares, pero de comida criolla: La Mallorquina (Calle San Justo), La Bombonera (Calle San Francisco), La Mallorca (Calle San Francisco), Manolín (Calle San Justo) y El Burén (Calle Cristo).

También le aclaro que “las comidas de las islas caribeñas no son iguales” y que, equivocadamente, “para ustedes, los turistas, el Caribe es lo mismo” (Magali, gracias, esa es tuya también). Para que lo compruebe, le adelanto que iremos en algún momento a Fattie’s (Jamaican, West Indian, Soul Food), en la Calle O’Donell #102. “Ahí sientes la diferencia de los sabores”, le explico a Holly y le añado que el negocio es atendido por una mujer de la isla de Tortola que le da a sus platos la sazón típica de las Islas Vírgenes Británicas. Ahí la comida es hasta que dure (principalmente a la hora de almuerzo).

Finalmente, elegimos entrar al restaurante Manolín. Nos sentamos en la barra. Mientras esperamos la comida (ella, mofongo; yo, bistec encebollado), le pido que, por favor, no sea como el resto de los turistas que se la pasan en El Morro o comprando. Le informo que hay un paseo que la lleva bordeando la histórica muralla hasta la entrada de la bahía.

Le ruego que vaya al antiguo casino en la Plaza Colón, que durante la Segunda Guerra cerró para que fuera ocupado por los estadounidenses. Magali me había dicho que la gente le tenía “terror” a los nazis, porque habían hundido barcos puertorriqueños.

Holly no se siente a gusto. Imagino que en la antigua cafetería Palm Beach, donde comían jueces y marshalls federales (que no se mezclaban con la chusma), estaría a sus anchas. Pero ella aguanta, estoica, compartir en la barra con los boricuas.

Afuera el comercio actual se comió al otro, al de los oficios. Ya no están las barberías, los salones de belleza, los zapateros y los cerrajeros que recuerda Magali. Ni menos aquellos que, para ganarse unos pesos, se dedicaban a los mandados.

Pero si antes había diversidad de oficios, hoy hay de razas. Indios, libaneses y americanos comparten la zona vieja, pero también dominicanos, chilenos, españoles, holandeses y muchos otros. Eso sí, por muchos años los “americanos” no se mezclaron.

Holly escucha a un hombre a su lado. Sólo alcanza a oir que dice “La Perla”, lo que la sobresalta. Rápido me pregunta si existe un lugar donde comprar ese tipo de joya. Yo, también rápido, la decepciono: “No Holly, se trata de La Perla, un barrio en el Viejo San Juan de gente humilde y trabajadora, pero también conocido por ser un punto de droga”.

No la aburro con otros datos que aprendí con Magali de este barrio situado fuera de la antigua ciudad amurallada. Como que se pobló en los 40 y 50, como que allí funcionaba un matadero que, sin más, tiraba los desperdicios al mar, o como que era conocido porque todo el mundo tenía animales (“vacas, gallinas, de todo”, me había dicho la periodista).

Aprovecho los cuentos de La Perla para decirle que, adyacente, está el cementerio que vale la pena visitar. Un lugar que, en su momento, se ubicó al otro lado de la muralla para evitar problemas de salubridad.

Le hablo del Cuartel de Ballajá. Le pido que por favor se acerque al edificio que fue, antiguamente, un hospital militar. O que visite la Escuela de Bellas Artes, que funcionó en otra época como sanatorio. “Y si tienes más tiempo anda a la Isla de Cabras, al otro lado de la bahía, donde estaban los leprosos”, le señalo.

Veo la cara de espanto de Holly. Me pregunta si no hay un lugar en el Viejo San Juan que no haya sido para enfermos. Le respondo que sí, que hay otros que fueron para monjas (claustros en los que a las religiosas no se las veía ni respirar), como el antiguo Convento de los Dominicos (Calle Cristo), donde hoy funciona un hotel y donde ayer, en 1912, funcionó un garaje (Pietrantoni) y un prostíbulo.

Le indico, sin dejarla reaccionar, que el fervor religioso era inmenso en esos años y se hacían procesiones semanalmente. “Por ejemplo, en el llamado Colegio de Párvulos (Calle San Sebastián), aún conservan la cabeza de un niño mártir, ya que por ley eclesiástica debía haber eso, un mártir en los lugares religiosos”, sostengo, al tiempo que le digo que la Iglesia San José (Calle San Sebastián esquina Calle Cristo) es la más antigua de Puerto Rico.

Holly se queda con un bocado de mofongo paralizado en la punta de su lengua. Acto seguido, me pide que no sea un tonto grave y que le cuente algo más divertido.

Me niego. Entonces le hablo de las Fiestas de la Calle San Sebastián que se celebran anualmente a mediados de enero. Una fiesta de pueblo, masiva, con la presencia de artistas, de música y alcohol. Pero, por sobre todo, una fiesta de puertorriqueños.

Hoy, le digo, esa fiesta tiene cada día un carácter más oficial. Pero en los 70, Magali vivió otra realidad: “Esa fiesta empezó con las monjas de párvulos y unos pocos sacaban sus obras a la calle. No había artesanos, sólo gráficos. Era todo tan familiar que a las cuatro de la mañana teníamos que limpiar la plaza con baldes nosotros mismos y limparla de las botellas, el orín, la basura. Y la apertura era algo sencillo: un corte de cinta, en presencia del padre Bernard y algún representante del alcalde”.
Me entra la nostalgia por esa cotidianidad de una época que no volverá. Como cuando la basura orgánica se enterraba en las casas, como cuando no había cosas enlatadas y sí envases de vidrio que se devolvían y la leche se daba en botellas...

Holly me toma de un brazo y me dice que, definitivamente, “una mujer te tiene así”. Le digo que no, que la única mujer puede ser Marina, mi hija, que lo único que me provoca es alegría.
“¿Y si le tuvieras que contar algo a ella del Viejo San Juan?”, me pregunta.

Yo, sin dudarlo, le digo otra historia de Magali: “Una de las cuatro puertas que tenía la ciudad amurallada de San Juan tenía un peaje. Todos lo pagaban, fueran a caballo, en coche o a pie. Pero si había un afortunado que llegaba hasta el peaje a caballo y éste tenía las cuatro patas blancas, no teníaque cancelar nada”.

Mi amiga Holly ríe y yo también por primera vez esa mañana. Comemos. Me dice que, evidentemente, hay mucha influencia española en el Viejo San Juan (otra vez me sorprende, ahora por el comentario tan académico). Aprovechando esa introducción, le confirmo que así es y le cuento la historia de esa fotografía que Magali vio un día en el que se ve la partida del último destacamento de España en América. Ese destacamento que dejó esposas e hijos porque tenían que irse...

Holly sólo deja un poco de tembleque. Yo me tomo todo el café. Es tiempo de partir. Mi amiga me dice que quiere conocer la Antigua Cárcel de La Princesa, la Capilla del Cristo, Casa Blanca, La Fortaleza, el Parque de Las Palomas, La Plaza de Armas, la Plaza del Quinto Centenario...

La interrumpo. Le digo que todos esos lugares valen la pena. Pero que se tiene que armar de paciencia, de una botella de agua y de mucha hambre por conocer. También le señalo que no podemos ir solos, porque es poco lo que le puedo contar sobre esos sitios, pero que conozco una amiga que nos puede ayu...

—“¡Ah! ¡Sabía que había una mujer!”, me lanza, insoportable y majadera, Holly Golightly.
Yo sólo atino a pensar “¡Perdóname Magali!”.

* Holly Golightly. Holly: diminutivo de Holiday (vacaciones) Go-lightly: literalmente significa ir, pasar ligeramente. El nombre fue creado por el escritor estadounidense Truman Capote para un personaje de su libro Desayuno en Tiffany‘s.

* La información de este texto sobre el Viejo San Juan fue extraída de una entrevista con la prestigiosa académica, periodista y escritora Magali García Ramis.

Por Leoncio Pineda

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